Por Paulina Báez
Reyes Navas es la autora de los libros Mascaritos y De tres a cinco minutos. Hace 31 años,
la muerte de Hugo, su hijo mayor, fracturó su vida. Luego de vivir por más de una década
entre Miami y Santo Domingo, regresó a España, su tierra natal y retomó su oficio como
abogada. Durante tres años estudió para preparar sus oposiciones a judicatura, una especie
de concursos para acceder a cargos públicos, porque deseaba ser Juez. Sin embargo, se dio
cuenta de que ya no tenía la motivación suficiente para tal fin. Luego estudió un máster en
narrativa y así se perfiló como escritora.
A Reyes le gusta la literatura intimista, le gustan los libros que se atreven a mostrar
estructuras diferentes y poco convencionales, no lee best sellers, acumula libros
compulsivamente, tiene una tercera novela escrita, en reposo, y ya está por iniciar la cuarta,
le gusta ir a ópera y al cine, escucha música clásica y le encantan las series, sus rutinas
diarias dependen del invierno o del verano, prefiere escribir en las mañanas y juega tenis en
una liga femenina. Actualmente vive en Moralzarzal, el lugar en el que vivió hasta sus 25
años.
De tres a cinco minutos es un libro que destila dolor. Narra la muerte de su hijo. Basta con
decir que es un archivo emocional que echa mano de la poesía para exaltar la belleza del
texto. El libro está escrito en primera persona a base de fragmentos. Reyes hizo una
selección minuciosa de las palabras precisas para revolcar las emociones del lector. A lo
largo de las páginas se puede encontrar una variedad de reflexiones en torno a la
maternidad, la soledad, la culpa, la niñez, las sombras de las relaciones de pareja, la muerte.

— ¿Cómo ha sido tu relación con los libros a lo largo de tu vida, desde cuando te sentiste a traída por ellos?
Desde chiquita me encantaba leer. Leer era como un refugio. Encerrarme en la habitación con un libro suponía escapar a una vida con la quizás no me sentía tan identificada en esos momentos y que me permitía volar. Yo soy de un pueblo pequeñito de la Sierra de Madrid, bueno, ahora es más grande, pero en aquel momento era mínimo y ahí no llegaban libros. O sea, no había librerías ni bibliotecas ni nada parecido. Entonces, mi único acceso a los libros era a través de una tía que vivía en Madrid y que, cada vez que venía al pueblo, me traía uno. Mis padres nunca me inculcaron un amor por la lectura porque ellos mismos no leían.
Después, cuando me inscribieron en un colegio de monjas en otro pueblo más grande, ya a través de determinadas profesoras y de las clases, fui accediendo a la literatura con mayúsculas, aprendí a valorar otra clase de libros, a aprender a comentarlos en foros de lectura con las compañeras. Pero eran lecturas de los grandes clásicos, las que en ese momento dictaba la norma académica. Al acceder a la universidad para estudiar Derecho, mi tiempo lo ocupaban las asignaturas y más tarde con las oposiciones ni te cuento, no tienes vida. Al marcharme de España, finalizada la carrera y ya trabajando como abogada, dejé todo y ya en Miami, sin conocer bien el inglés sólo leía lo que me llegaba en español y lo que llegaba allá no era de mucho nivel, mayormente best sellers. En Santo Domingo, me encontré con problemas similares, libros de segunda mano y sólo de los clásicos. O sea que nuevas tendencias, cero. No es sino hasta regresar a España, cuando conozco la Escuela de Escritores que conecto con la actualidad literaria y redescubro la lectura como esa ventana a otro mundo que nos enriquece y nos da la posibilidad de vivir otros universos.
— ¿Qué aspectos de tu entorno estimularon tu interés por la escritura a lo largo de tu vida?
El buscar otra dimensión vital con insistencia en un momento dado. Me acababa de divorciar, había regresado a España después de casi veinte años… Vi en la escritura un modo de redención, de combatir fantasmas, de crecimiento personal, de combatir el olvido. He vivido experiencias muy interesantes al estar en contacto con diferentes culturas y quería plasmarlo en el papel. Y por encima de todo esta novela, De tres a cinco minutos, respondía a una necesidad vital. Era la historia de las historias. Cuando mi hija la leyó, me dijo: mamá yo creo que tú te has hecho escritora para contar esto, y es que esta historia era mi historia vertebral esa por la que te haces escritor, esa que tienes que contar sí o sí, que necesitas plasmar en el papel para que no siga doliendo.
— ¿En qué momento pensaste en que la muerte de tu hijo podía materializarse en un proyecto literario?
No afronté ese tema en un principio, el primer año del máster de narrativa que cursé en la EdE hice otro proyecto, el de Mascaritos, centrado en una historia que se desarrollaba en la España de mi infancia, y cuando llegó el momento de afrontar el proyecto del segundo año, surgió esta otra, no diría que yo la elegí sino que ella me eligió a mí, ya estaba madura para ser escrita.
En un principio la afronté desde una perspectiva que no me convencía, desde personajes tangenciales, enfocada en temas secundarios; no me gustaba nada, sentía que estaba dando vueltas de ciego. Hasta ese momento en el lugar en el que yo me sentía más cómoda para escribir era mi niñez. Cuando lo intentaba con una historia de mi vida adulta, como era esta, no le encontraba autenticidad a mi voz. Fue en una clase de desbloqueo, a través de una técnica de Gestalt relacionada con constelaciones familiares, que yo nunca había practicado, cuando en el primer día de esa clase, la profesora pidió un voluntario, y a pesar de que no sabía muy bien para qué, me lancé al frente de la clase. La profesora había colocado dos sillas junto a la pizarra y me dijo que me sentara en una de ellas y hablara como mi personaje principal. Yo le dije que el problema es que aún no sabía quién era mi personaje principal. Pero, tras unos segundos de desconcierto, empezó a hablar María, la protagonista de esta historia, como un torrente, lloraba, hablaba, se dirigía a la clase. Luego la profesora me indicó que me sentara en la otra silla, y entonces habló Hugo. Fue como una epifanía. Y ahí surgió la novela. Llegué a casa y me puse a escribir.
— ¿Leíste algunos libros relacionados con el duelo o la muerte de un hijo mientras estuviste en el proceso de escritura o leíste a alguno en función de tu historia?
Sí, bastantes. Leí a Chantal Maillard que también perdió un hijo, leí a una escritora colombiana, Piedad Bonnett, a Francisco Umbral en Mortal y Rosa, a Philippe Forest en Sarinaraga, en fin, muchos y en cada uno de ellos se afronta un duelo desde enfoques totalmente diferentes, pero todos muy interesantes.
—Narrar las circunstancias de la muerte de Hugo, además de implicar una carga emocional, a nivel creativo implica un esfuerzo para seleccionar las palabras precisas ¿Hubo algún momento de la historia que se te dificultó escribir más que otra?
Lo más difícil fue bucear en la memoria y romper los bloqueos que la protección frente al dolor había provocado. Las diez primeras páginas surgieron como a borbotones de un volcán, porque el hecho que cuento al principio es lo que mi memoria tenía grabado a fuego: el paseo por esa plaza esperando la muerte de mi hijo. Pero después, cuando quise reconstruir el resto, el porqué se llegó a ese momento, me costó muchísimo, puesto que había muchas cosas que mi mente había escondido, que había borrado. Entonces, digamos que el primer borrador y muchos borradores después, estaban construidos solo a base de sensaciones, sentimientos, mucha poesía, muy abstracto todo. Me constó aterrizar muchísimo porque no encontraba la forma de contarlo y a veces ni me acordaba de las secuencias que quería contar. Fue mucho el trabajo para seleccionar qué hechos quería extraer de ese maremágnum que plasmé en las primeras páginas porque tenía claro que no quería contar mi historia de una manera lineal, lo que quería era contar algo que tuviera un carácter universal, de modo que otra persona que hubiera pasado por un proceso de duelo o una relación tóxica o cualquiera de los elementos que surgen en la historia tales como la soledad, la culpa, la maternidad… se puediera sentir identificada con esta historia. Fue un largo proceso de depuración en que se fue acotando la esencia.
— ¿Teniendo en cuenta la dimensión emocional del libro, en tu proceso de escritura encontraste alguna posibilidad o función terapéutica de la escritura?
Totalmente. Fueron… no sé el tiempo que tardé en escribirla. El primer borrador quizás fue un año. Pero digamos que lo más fuerte a nivel emocional sucedió en ese primer año tras el que la sensación que me quedó fue la de haber envejecido diez quizás porque descubrir tantas cosas tapadas que supuraban aún escondidas fue durísimo. Después, una vez que conseguí plasmarlo en el papel, se trataba de trabajar la historia como escritora, profesionalmente por así decirlo, pulirla, hacerla llegar al lector de la manera lo más honesta y sugerente posible. Y tras ello, la publicación, que fue como poner una piedra a rodar, poner esa vida, esa historia de un personaje que ya no era más yo, sino una otra de la que ya podía hablar como una tercera persona, lo que, entre comillas, me ayudó a sanar y a desvincular un poco el dolor de mi piel.
—En una entrevista, la escritora mexicana Cristina Rivera Garza dijo que “escribir también es una manera de estar en contacto con nuestros muertos” ¿Qué opinas al respecto?
Totalmente, porque al escribir sobre personas que queremos y que han perdido la corporeidad los traes de nuevo a la realidad más física, de alguna manera. Ellos siempre te acompañan, pero de esta manera los pones en el centro, los visibilizas. Yo nunca he sentido que mi hijo se haya ido de mi lado. Para mí no está muerto. Lo está físicamente, pero yo le tengo siempre conmigo. Escribir sobre él es también una forma de respetar su memoria, de no permitir que caigan en el olvido de los demás, de darle carne, en este caso carne hecha a partir de papel y tinta.
—La frase “y yo le he dicho que sí” se repite en diferentes apartados del texto. La frase aporta un elemento particular a la obra, además parece ser una estrategia del lenguaje que denota un ambiente dominante.
Después de todo lo horrible que cuento al principio para centrar la historia, pudiera parecer que estoy reprochando al padre de Hugo lo que pasó. Con esa frase quiero dejar claro que no pasó solo por culpa de él, sino que yo le dije que sí. Pretendo con esa frase dejar claro al lector que no me presento ante él victimizada. Es él quién debe juzgar, si es que quiere hacer tal cosa. Aparte de eso, la frase “y yo le dije que sí” es un artificio literario, una música de fondo que acompaña el via crucis de la historia, el redoble de un tambor de Semana Santa.
—En un apartado del texto dices “qué nos hace creer a las mujeres que la fertilidad de nuestro vientre nos convierte en algo especial, trascendente”. Es una frase que cuestiona la maternidad.
No creo que cuestione la maternidad, cuestiona la superioridad moral que algunas mujeres sienten por tener la capacidad de crear otra vida en su vientre. La maternidad es un hecho sostenido en la generosidad. La vida de los demás no nos pertenece ni aún cuando la hayamos creado en nuestro vientre. Somos instrumentos de vida, no propietarios de ella. La mujer tiene un privilegio excepcional, dar vida, pero esa vida no es suya. Ni lo es cuando está en su vientre ni lo es cuando esa vida crece y se desvincula de un modo más determinante de ella. Los seres humanos tendemos a querer apropiarnos de vidas ajenas a nosotros, también lo hacemos cuando nos unimos a una persona en matrimonio. Tendemos a creernos dueños de personas que no son nuestras porque las personas no pueden pertenecer a nadie. Entonces a veces las madres somos muy posesivas o dañamos mucho a nuestras criaturas, a nuestros hijos ya mayores, porque queremos que vivan de una manera determinada o que vivan las vidas que nosotros no fuímos capaces de vivir, les juzgamos muy duramente en sus errores, no les comprendemos, no les protegemos cuando tenemos la responsabilidad de hacerlo. Entonces, eso nos lleva a veces a tomar decisiones equivocadas y a hacer mucho daño a ese otro ser que hemos tenido el privilegio de traer a este mundo.
—Los árboles están presentes a lo largo del libro como una analogía que no sólo permite al lector comprender la intención de la escritora, sino que también enriquece la estética del lenguaje.
Precisamente por lo que acabo de decir, el hecho de que una mujer lleve en su vientre la capacidad de albergar vida, visualicé la lucha de Hugo como el crecimiento de un pequeño arbolito que trataba de engarzar sus raices en el vientre de la madre, tratando de continuar nutriéndose de ella a pesar de estar ya afuera.
No sé por qué surgió lo del árbol, pero era una imagen poética que me venía constantemente a la cabeza, la de un pequeño bonsai luchando por sobrevivir, por encontrar alimento vital en un pedacito de tierra que ya no tenía nada que darle. Así sentía yo su lucha, vinculada al vientre materno a pesar del corte del cordón umbilical, necesitando aferrarse a la vida desesperadamente incluso en los barrotes de esa cuna que al final fueron su cárcel. Me lo imaginaba con raíces creciéndole de los dedos, intentando chupar la vida de algún sitio para no tener que irse. Esa visión fue constante durante la construcción de la novela.
— ¿Qué estrategias tienes en cuenta para trabajar en un proyecto literario?
Escribo un poco sobre lo que el cuerpo me pide en ese momento. Mi tercera novela, la que ahora tengo en reposo, la escribí durante la pandemia. Durante el tiempo de encierro lo pasé muy mal, porque no sé allá como fue con ustedes, pero aquí nos encerraron de la noche a la mañana, una cosa horrorosa, sin sentido. Me generó mucha ansiedad vital, veía el fin de la sociedad tal como la conocemos, veía que se iba a imponer un modo de dominar al hombre a partir del miedo. Por la noche no podía dormir, me levantaba, me sentaba en una butaca y me ponía a escribir. De esos momentos de ansiedad surgió una novela ambientada a partir de la muerte del padre, muy teatral, en una casa donde están el muerto y dos mujeres, madre e hija y donde, encerradas con la muerte, como un símbolo, tratan de resolver viejas heridas, con un alto nivel de claustrofobia.
En definitiva, lo que a mí me motiva a escribir son sensaciones, estados de ánimo a partir de los cuales buceo en mi memoria, en mis experiencias vitales, que es uno de los semilleros de dónde puede tirar un escritor. Ese es el tipo de escritora que soy yo. Siempre pongo algo de mi en las historias que escribo, a veces muchísimo, como en la De tres a cinco minutos, a veces no tanto en cuanto a los hechos, pero sí en los sentimientos.
Yo no soy una de estas personas que cree que todo lo que hacen las mujeres está bien hecho, me interesan tanto lo que escriben los hombres como lo que escriben las mujeres siempre que sea de calidad. Lo que pasa es que, lógicamente, leer a escritoras me interesa porque tienen una visión de la vida con la que me identifico más, pero igual me interesa el punto de vista del hombre porque forma parte de nosotras también. Lógicamente no comparto aquellas épocas en las que las mujeres no podían escribir porque eran consideradas seres inferiores, lo cual no sólo es absurdo sino injusto. Lo enriquecedor es la pluralidad y el respeto al otro.
El tiempo de la entrevista termina. Reyes se despide desde el otro lado de la pantalla. De tres a cinco minutos se puede leer de una sola sentada si el lector lo quiere. Es de esos libros que se devoran con avidez, casi con codicia. Es un libro que impacta por el dolor que transmite, pero también por su estilo, por su potencia poética.