La primera y famosa novela del escocés Irvine Welsh está de cumpleaños. El libro retrata la mala situación de jóvenes obreros en la Edimburgo de los 80, la ruina que dejaban las políticas neoliberales de la dama de corazón de hierro Margaret Thatcher. La historia de los yonquis también divertidos nos sigue hablando hoy, cuando parece que las cosas empeoraron.
Por Juan Sebastián Lozano Mendoza
Un grupo de jóvenes sin presente —se había cumplido el «No future» que gritaban los Sex Pistols en 1976— deambulan por las calles de Leith, distrito de Edimburgo, barrio obrero de viviendas de interés social, como zombis enérgicos dispuestos a morder al que se atraviese con tal de obtener su dosis de heroína, o simplemente algo de dinero para comer o follar o seguir bebiendo; seguir perdiéndose en el alcohol para olvidar la situación económica, que no hay trabajo, que los amigos mueren de sida o sobredosis, que en el Reino Unido modelo Margaret Thatcher no hay nada a que aferrarse. Todo lo sólido se desvaneció, aunque ahí siguen los amigos, relaciones complejas, de amor y odio, de complicidad y rivalidad, pero es lo que hay. La pandilla es lo único que sostiene a los jóvenes con panorama oscuro en la helada Edimburgo, que para el protagonista de Trainspotting es uno de los “defecaderos” de la Gran Bretaña.
Irvine Welsh escribió Trainspotting para hacer algo significativo con su vida gris, quería contar lo que veía en su barrio de origen, nadie se atrevía a hacerlo, parecía que la vida de los mancebos yonquis y delincuentes de Leith no era digna de literatura. Quiso componer canciones, pero no tenía el talento de sus ídolos Lou Reed, Iggy Pop o David Bowie y se volcó a la narrativa. Era un lector obsesivo, devoró a los beatniks norteamericanos, por supuesto, pero también literatura obrera de su país —por ejemplo, de William Mcilvanney y Alasdair Gray—, ciencia ficción, a las hermanas Brontë, los clásicos rusos e incluso a autores que uno no relacionaría con él como Gabriel García Márquez y Salman Rushdie —en una entrevista dijo que el creador de Macondo e inspirador de McOndo fue su puerta de entrada a la literatura latinoamericana—. Empezó a escribir Trainspotting y no paró, las historias se desbordaban, se ramificaban, parían otras; teclear era una fiesta electrónica eterna y Welsh encontró su lugar en el mundo. Desde que la novela fue publicada y después elogiada por críticos, el calvo de Edimburgo con pinta de hooligan, aunque rostro de señora amable, es un escritor de éxito, reconocido al menos en el hemisferio occidental.
Millones de personas han visto la película, la adaptación al cine que hizo Danny Boyle en 1996 protagonizada por Ewan Mcgregor en un papel inolvidable y otros magníficos actores escoceses. La obra reflejó la estética de la época, pero también impuso una estética ligada al post punk; al rock humorístico, de “losers”, tipo Pulp; a la música techno y los raves, los loops. Al terror social, horror ya no de monstruos que salen del mar, lovecraftianos, sino de carne y hueso, jóvenes pálidos y ojerosos, draculinos que como en el viejo oeste se dedican al pillaje, pero entre el cemento, y a las alianzas apasionadas con otros vaqueros, aunque efímeras. Lo que importa es la sobrevivencia propia, el individualismo termina pesando. Eso sí, la trama en la película de Boyle gira alrededor de la heroína, de su consumo, el romanticismo alrededor de su abuso, las disquisiciones del yonqui al respecto; y creo que lo más importante en el libro no es esto, sino la amistad, la desolación de los jóvenes en la consolidación del sistema neoliberal, el sufrimiento en conjunto, los lazos humanos que están a punto de romperse, el quiebre de la clase obrera debido a los valores que se imponían desde Londres.
Ahí está la heroína, pero también está el alcohol como mecanismo de evasión, el sexo, las peleas callejeras o de bar que tanto encantan y motivan a vivir al rudo Begbie. La heroína es muy relevante porque es lo que consume el personaje principal, y hay reflexiones sobre el tema, pero también hay un retrato de la expansión del Sida, de los muertos; incluso uno de los mejores relatos que forman esta novela en pequeños cuentos es sobre la venganza de un portador del VIH al hombre que lo contagió. En fin, el libro muestra un amplio panorama, a modo dickensiano, de los problemas de los jóvenes trabajadores, más bien desempleados de Leith, de Edimburgo, por qué no de Escocia en general, y todas las sustancias y medidas extremas que tomaban para llenar el vacío de sus existencias sin propósito. En los 60 y 70 la clase obrera soñaba con la revolución o al menos con mejores condiciones económicas para ellos. En los 80, con el fantasioso discurso de los neoliberales —que hoy se repite con otras máscaras, por ejemplo en Argentina con la máscara del payasito Javier Milei y su mal uso del rocanrol— y el palo, bolillo que les dio la policía a los obreros en protesta, el sueño terminó. Y vino un loop de las tinieblas, un vacío ansioso que tan bien narra el libro de Irvine Welsh.
Dijo el escritor escocés en una entrevista, palabras más palabras menos, que al escribir su obra maestra le interesaba mostrar cómo el desempleo, el reemplazo de los trabajadores obreros por máquinas había dejado a los jóvenes en el aire, y las drogas les habían dado una razón para vivir. Hoy las máquinas también empiezan a reemplazar a los profesionales, graduados de universidad y con postgrados, a los obreros más “sofisticados”. Welsh dice que alguien tendría que escribir sobre eso, se vienen nuevos Trainspottings —o ya están por ahí—. El título de la novela alude a quedarse mirando los trenes pasar, a ese horrible y patético plan de un desocupado. Hoy vemos los trenes por el teléfono celular, pasamos y pasamos imágenes coloridas de Instagram que nos dan más ansiedad, lo que es aún peor. Y la literatura trabaja sobre los monstruos del presente y el futuro.
En todo caso, la invitación es a leer esta novela extraordinaria, los que no lo han hecho, ojalá no se queden solo con la película, el libro no pierde vigencia y por supuesto profundiza en los encantadores personajes de la historia, hay más personajes, más situaciones que nos hacen reír y llorar. En la narración hay una exploración del lenguaje popular, de la jerga de Edimburgo, en traducción de la jerga callejera española, pero también alta calidad literaria. Es un libro que suma algunas virtudes, que nos puede enseñar mucho a los escritores de hoy, de varias maneras. Al Céline de los noventa, al Bukowski del techno también lo han criticado, algunos comentan que escribió la misma novela con variaciones tras el éxito de la primera —Welsh ya ha publicado dieciocho libros—. El español Kiko Amat dice que esto no es cierto; es una crítica mezquina. De todas maneras, si el exyonqui hubiera escrito solo Trainspotting no necesitaría más, con esta ya pasó a la historia. Los protagonistas —es inevitable que tengan los rostros de los actores de la película— están en el corazón de los lectores rebeldes, están en el inconsciente colectivo de la gente de bien.
Juan Sebastian Lozano, escritor y periodista, autor de La vida sin dioses.