La Cerbatana

Sobre la identidad digresiva

Reseña del Libro de las digresiones (El Silencio Ediciones, 2023), de L. C. Bermeo Gamboa.

Por Hernando Urriago Benítez / Universidad del Valle.

Quiero hacer memoria de cuándo y cómo llegó esa palabra a nuestras vidas: “digresión”.

En la niñez pudimos haberla dicho, pero mal: disgresión, no digresión; dis-gre-sión, licencia incorrecta de la lengua (señalan los cánones) para aludir a lo disgregado, lo separado, lo suelto, lo disperso. Dicen en la calle: Dis-gre-sión —y el autocorrector de Word se empeña en sabotear mi intención digresiva—, tal cual el recurso del hablante para nombrar con más fuerza, para darle mayor énfasis —lejos del desvaído prefijo ‘di’ de digresión— a su empeño por rescatar al otro, en la plática, sobre todo, del extravío y someterlo a la cordura del tema que motiva la charla. En últimas, oye, deja ya tus disgresiones caramba y céntrate, retoma, vuelve a la idea central, evita la dispersión. ¡Compórtate!

Quizá fue durante mi etapa de formación universitaria que, ahora sí, la palabra “digresión” apareció con toda su formalidad y también su aire de improvisado coqueteo. Pero antes de seguir vale detenernos en aquél hipotético llamado a comportarse que haría el uno a su interlocutor digresivo. Ese comportamiento se refiere al modo como interactuamos o nos llevamos con los otros; en sentido figurado, el llamado a comportarse implicaría también una exigencia para que el otro, digresivo, volátil, se muestre entero, compacto y consolidado en su decir y su pensar. Todo lo contrario de la identidad digresiva, connatural a nuestra experiencia subjetiva ligada a la lectura, la escritura y a la oraliberalidad que nos salva del ordenado paso a paso de los discursos con pretensiones de elegancia. De la identidad digresiva hablaremos a propósito de L.C. Bermeo Gamboa (Yumbo, Valle del Cauca, 1985) y su Libro de las digresiones.

LC Bermeo Fotografía: Bernardo Peña.1

Porque, ¿acaso no leemos y escribimos buscando la senda divergente, la rama imprevista del árbol más firme, la variación a contramano de esa “inteligencia” que cantó el poeta Juan Ramón Jiménez, “inteligencia, ¡dame el nombre esacto de las cosas!”? Creo que toda la historia de la literatura cabe en un palimpsesto en cuyas márgenes permanecen y se renuevan las glosas digresivas. De aquí surgen nuevas historias que cristalizan en narraciones o poemas e ideas repentinas que pronto dan origen a ensayos y a infinidad de formas misceláneas.

Vuelvo a mi época universitaria y recuerdo una lectura de 1995. Un ensayo digresivo, disruptivo, y procaz desde el explosivo título: La importancia de hablar mierda, con un subtítulo tal vez tranquilizador para los lectores sedientos del buen comportamiento autorial: O los hilos invisibles del tejido social, de Nicolás Buenaventura Adler, hermano de Enrique, nuestro famoso dramaturgo, y de Alejandro, ese actor y director polivalente; tío, Nicolás, del otro Nicolás Buenaventura Vidal, el cuentero vallecaucano (por cierto, Licenciado en Arte Dramático de la Universidad del Valle con una monografía que nos cae de perlas: “La improvisación y el arte del actor”).

El primer capítulo de ese volumen, que extravié hace mucho por obra y gracia de que los libros también toman digresiones, alude a “Las verdades y mentiras de mi padre”, las mismas que Bermeo Gamboa atesora, al igual que sus lectores, a partir de la miel escanciada de la palabra paterna, en este caso de don Pablo Emilio Bermeo Carvajal, un hombre que se sentó literalmente en la palabra charlada, platicada, mentirosa y abundante —al tenor de la miscelánea de frutas y verduras así por él llamada, La Abundancia—, luego de perder su rótula por culpa del trajín vertical del trabajo de guardián nocturno en armas. Esa palabra errabunda, preñada de la potente verdad de la fantasía, que se niega a comportarse en el discurso y más bien abraza sin ataduras su destino oscilante.

Buenaventura afirma: “A la cabecera de la mesa o en las visitas o tertulias, en la sala, en cualquiera parte, al viejo no lo detenía nadie cuando se empeñaba en volver a tomar el hilo de cualquiera de sus fantásticas historias que ya todos conocíamos bien. Eran mentiras prodigiosas por una razón: porque siempre fueron creciendo sin límites, mucho más que crecía la progenie. Pero, además, eran mentiras argumentadas siempre con un lujo de precisiones y certidumbres absolutas”. Mentiras paternas que traen consigo ese alimento para el hambre de símbolo y para la sed de sueño que nos tiene aquí, reeditando la ceremonia de la palabra en torno al fuego primigenio donde la tribu aprendió que podía permanecer in situ y al mismo tiempo volar; a estar, escuchando, y a no estar, imaginando, todo gracias al arte de la digresión. En el trasfondo aparece la idea de que ese “hablarmierdismo” de la conversación cotidiana asegura la urdimbre de la sociabilidad, algo que va más allá de la materia dispuesta y concreta del comercio cotidiano de lo social.

Para decirlo con Bermeo Gamboa, venimos rizando ese “bucle sonoro”, el crespo digresivo, desde tiempos inmemoriales. La digresión, ese “cambiar la torta”, esto que me atrevo a llamar un afortunado resbalón de la palabra, esa mosca erudita posada en el libro, ese perro literario, ese libro imaginario, esa tonada musical inesperada, ese verso fallido, ese espejo donde se encuentran dos escritores vallecaucanos unidos por el nombre de María; esa piedra rodante que descifran, en Comala, Juan Rulfo y Jimmy Hendrix; esos lotes rurales que corroen los sesos del poeta devenido en publirreportero; ese otro poeta, Aníbal Arias, sentando a la belleza cual Rimbaud del trópico en el muy caleño Bar de William; esas lecturas carcelarias y confinadas de crimen y pandemias que anhelan la digresión de la fuga; una publicación literaria apócrifa fundada en Miami por intelectuales narcotraficantes y donde Charles Bukowski habría concedido entrevista entre chelas, polas, birras; Freddy Mercury y Juan José Arreola; René Higuita y el nadaísta X-504 en un encuentro tan imposible como imperdible; The Beatles, Pink Floyd y Ryszard Kapuscinsky; Borges y Bioy Casares, del tango y del dulce de leche, pero sobre todo ese Borges y también el otro que, en la digresión del vaivén entre Google y la Biblioteca de Babel, nuestro autor concibe así: Borges, “un ironista que vive en la hipertextualidad como un algoritmo básico del cual se derivan nuevas aplicaciones en la imaginación”.

En fin, la digresión sobre la poética del arte digresivo, que Bermeo Gamboa, siguiendo los trabajos imperdibles de la teórica María Paz Oliver, define como la “rama sostenida en el aire, fragmentos del tronco central (la trama narrativa o argumental de un texto) que se desprenden y cobran vida propia, extendiéndose y ramificándose aún más, a tal punto, que [sic] terminan por ocultar su origen (el pretexto del que nacieron)”. Por eso recordamos a partir de estas páginas que una lectura digresiva del malditismo literario debe ir más allá de la leyenda negra para recobrar el valor estético de la obra poética o narrativa, o que el lavado de manos no fue una invención de la dictadura profiláctica del nuevo coronavirus, sino que está enraizado, contra tirios y troyanos, en el origen variopinto y no en pocas veces apestoso de la cultura humana.

En el entendido de que el ensayo es una suerte de involución del libro hacia el diálogo, algunos de los textos compilados se parecen mucho a las divagaciones que caracterizan a una conversación entre amigos que departen sobre temas comunes: literatura, música, poesía, entrevistas y aforismos apócrifos. Y como en toda conversación hay altibajos, silencios, informaciones sobreentendidas y otras que se prestarían para decir, como exclamamos cuando la charla decae: “Sigue, sigue que ya lo dijiste. Eso ya lo sé”. La abundancia genérica (como esa abundancia en la palabra aprendida del padre y de toda una tradición literaria apasionadamente leída) cuelga sus gajos en las múltiples ramas de este árbol a la manera de ensayos, artículos de prensa, obituarios, dos entrevistas y aforismos de la Tesis sobre el fracaso, cuyo amanuense es un heterónimo del autor, Helse Berkal, poeta del segundo milenio.

La obligación de investirse de autoridad mediante el recurso a la citación de las fuentes podría representar un quiebre en el carácter disidente de la digresión, aunque dicha argumentación es casi imposible de soslayar en el oficio del ensayista en cierne, a la manera de Montaigne en los primeros cincuenta textos de los 107 que componen su modi res considerandi. Me parece que Bermeo Gamboa logra ofrecernos aquí la summa de su propia “autoterapia grafológica”, si traemos a cuento las palabras de Mario Levrero en El Discurso vacío, porque aun cuando lo redactemos en la pantalla, el ensayo parece manar como manantial a cálamo corriente escrito mano, siempre.

Déjenme ir finalizando con otro recuerdo de infancia. Mi madre y mi abuela solían iluminar la sala de la casa con el candil de sus palabras una vez “se iba la luz”. Brotaban alrededor de niños y niñas las luciérnagas misteriosas donde cabían historias de fantasmas y aparecidos, y de una Cali donde las temperaturas eran benévolas, la pobreza caminaba con solemnidad y la explosión del 7 de agosto de 1956 latía con desolación en muchos corazones. De pronto mamá y abuela callaban, nosotros exaltados gracias al misterio de la oscuridad. Callaban y decían: “Niñitos, compórtense pues o se los lleva el Viruñas”. Callaban porque además era el turno de hablar de una conocida, de la vecina modista, del dueño de la tienda de la esquina, del clima, del gobierno y de una y mil fórmulas para quitarle las manchas a la ropa o para adelgazar, en tiempos cuando no se pensaba ni en los gimnasios ni en las liposucciones. La luz volvía, los elementos regresaban a la estancia, pero algo de nosotros clamaba fuga y permanencia, digresión y sentido. Tomábamos la calle para salir a jugar, para poner en práctica la identidad digresiva de la que les he prometido hablar, porque de la lleva pasábamos al escondite gracias a la digresión lúdica de la infancia, y del escondite al ponchado y de éste al teléfono roto, y así hasta que mamá ganaba el umbral de la puerta y gritaba: “Éntrense ya que mañana hay que madrugar”.Hernando Urriago Benítez: Profesor Titular de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle. Magíster en Literatura Colombiana y Latinoamericana. Ha publicado los libros de poesía Esplendor de la ceniza y La piel en pena, y los volúmenes de ensayos Caligrafías del asombro y El signo del centauro: aproximaciones al discurso ensayístico de Baldomero Sanín Cano. Pertenece al Grupo de Investigación Autores Colombianos y Latinoamericanos de la misma universidad.

  1. Crédito fotográfico: Bernardo Peña. ↩︎

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