Por Hellman Pardo
“El cerdo entra al poema como una ofensa”, dice Horacio Benavides. Como Baudelaire cuando escribía sobre los tuertos, los escombros o las cloacas pestilentes, el cerdo es un habitante del mundo que pocas veces se le ve deambular en la poesía. El bogotano Nicolas Peña Posada, en su libro “El marrano”, lo sirve sobre la mesa del lenguaje, con la piedad que encierra aquel espíritu animal. ¿Quién le escribe todo un poemario al marrano, al cerdo, al cochino, al puerco? ¿Por qué no hacerlo? André Gide solía decir que Toda creación merece, aunque sea, un par de versos.
“El marrano”, publicado con acierto por la editorial Escarabajo, es una celebración a la existencia. La infancia es el iceberg detrás de las palabras, el camino revuelto que ilumina, con dolor y a la vez con ternura, la memoria que no se extingue.
Narrado en primera persona, el protagonista sin nombre recuerda los asados familiares, las fincas de año nuevo, los paseos de olla en los ríos colombianos, los tímidos flirteos que suelen aparecer en los ojos de los primos. Peña Posada conoce los estados líquidos de la niñez, su mixtura de tiranía con un extraño rastro de inocencia, nutriendo de belleza la crueldad: Los primos empezaron a lanzarle piedritas mientras el marrano corría desesperado entre el pasto, con la sangre cayendo / cayendo / cayendo / Decían: Yuyu, yuyu, no te vas a salvar. Los ojos sin brillo del marrano parecen advertir su final.
El amor en “El marrano” aparece en forma de ilusión anticipada: la prima Vanessa. La tensión, el temblor del cuerpo, la ternura, surgen de la inexperiencia: Vanessa / Vanessa se fue a dormir a las dos y no hubo ningún beso / no hubo ningún abrazo / no hubo ninguna mirada que me dijera: / te espero más tarde en mi cuarto para que te acuestes en mi pecho y juntos soñemos con el mar o con un árbol que trepamos y desde donde vemos la ciudad, cualquier ciudad, enana, enana como una hormiga y allá arriba, en las ramas, que son gruesas y huelen a aromáticas, soñamos que nos tocamos, que nuestros cuerpos arden de fiebre… El amor comienza en el lugar de la esperanza.
Al encontrarme de nuevo con Horacio, espero objetar su sentencia. El cerdo no entra precisamente al poema como una ofensa. En “El marrano”, el poema sucumbe a la compasión y a la melancolía. Es el cerdo quien nos alimenta de poesía. Con Nicolás Peña Posada, avizoro una nueva generación de poetas colombianos que pulverizan (por fortuna) la anquilosada poesía colombiana, detenida en el tiempo con su piedra y su cielo. Celebremos “El marrano”, una obra feroz, triste, llena de desolación, pero también de honesta felicidad.