La Cerbatana

Te diría que fuéramos al río a llorar, pero ya no hay río ni llanto

Reseña sobre Soñar con perros de John F. Galindo

Lavar la herida (primer libro)

Camisas blancas, resplandecientes de tan limpias. Cuidadosamente dobladas unas sobre otras. Son varias montañas. En la esquina superior derecha unas varillas las atraviesan. La obra es Sin título de Doris Salcedo. Es escultura. Basta observar esas camisas de yeso para sentirse en casa, o en un hospital, o en un asilo. Pregunto por sus dueños. De quién son esas camisas. Hay algo en su limpieza que violenta. Arrojan una luz blanca y esa blancura es una cara del terror. Las varillas que las rompen se proyectan varios metros por encima de las camisas, semejando lo que, de agregar cemento, daría forma a una columna. Imagino que estoy frente a unas ruinas o frente a los huesos de una casa que todavía no existe, pero brotará.

Los desparecidos. Cuerpos bajo la tierra y las raíces, cuerpos que dibujan la geometría del desamparo. Las camisas son miembros fantasmas, pues su tela tendría que alojar unos brazos, un tronco, un olor; su tela tendría que ser mojada por el sudor, ensuciada por el tacto y la intemperie. Ni los cuerpos, ni el sudor, ni las manchas están. Eso es lo que gritan en silencio las impecables camisas: que algo falta, un cuerpo; y algo más quieren comunicar. Me dicen que son las bocas mudas del vacío.

El primer libro de Soñar con perros, cuyo título es Limpiar la herida, me lleva automáticamente a la imagen de la escultura de Doris Salcedo. Cuando abro las páginas, observo etiquetas de ropa donde irían los títulos de algunos poemas. Etiquetas de lavado y secado, para ser más preciso. No lavar en seco, indica el primer ícono-título, el cual es un círculo atravesado por una equis, que inicia:

No vine para limpiar en seco mis heridas (p. 11).

Es la voz intemporal de una mujer lo que leo, que culmina diciendo:

salvo el dolor, salvo la sangre, salvo mi útero estropeado, mis ropas son un mapa hacia la muerte,

un libro abierto,

una fotografía del olvido.

Lavar la herida hurga, no en la violencia directa ni en su espectáculo, sino en su latencia, tal como la obra de Salcedo. Elegir la ropa, tanto en el poemario como en la escultura, hace que se redimensione la violencia, que lacera sin exhibicionismo. John F. Galindo en sus poemarios previos había explorado lo cotidiano, los abismos mentales, la existencia en su cruda incomunicación, pero nunca como en este libro había hecho una denuncia tan feroz y sugerente de la guerra incesante en Colombia. Es, de lejos, su libro más político. Lavar la herida deja de manifiesto que la violencia ha sido la forma primordial de relacionarnos y que, como vestigio del desastre, los objetos, en este caso la ropa, son los testigos que relatan, son esa fotografía del olvido.

Lavar en seco es un procedimiento beneficioso para las prendas que si se mojan podrían perder sus fibras y dañarse. La pregunta es si se puede lavar en seco la sangre que no puede coagular su camino (p. 13). La respuesta es no, eso dice la voz del poema, que no limpiará en seco la sangre que sigue caliente, derramada, fluyendo. Lavar una herida es siempre quemarla. Suturar es cerrar una herida infringiendo otra.

No sé qué composición química tiene la sangre, pero cuando hace contacto con el asfalto es casi imposible quitarla. En mi cuadra asesinaron a un tipo con machete. La sangre que dejó era oscura, como si viniera de profundidades insondables. Por más de seis meses la mancha quedó impresa en el suelo. Llovió, granizó, hizo sol, pasaron carros, pasaron suelas, pero nada la quitaba. El poema en este libro es como el asfalto, la mancha de la violencia es indeleble sobre su piel.

Luz es una palabra que aparece como un grano sal en mitad de las páginas. La luz se cuela por las tejas de zinc (p. 12) y parece la promesa de algo, pero no se lava en seco la luz que se resume en las formas del hastío (p. 13). Por su parte, en la sombra se secan los amores perdidos (p. 14). Hay una pugna. La luz no puede perdonarnos que le hayamos contagiado esta sombra que puebla su andar. Se mezclan, se confunden luz y sombra en un huracán y estoy en el ojo.

La siguiente etiqueta indica que se puede enjuagar. La primera línea anuncia: Hay que sumergir la herida en agua fría (p. 17). La luz, de nuevo, es la que nos enseñó a lavar a mano la tinta que mancha nuestros dedos. La pelea sigue, porque hay algo que quiere ir hacia el perdón y el olvido, hacia la luz de días mejores, aunque la sombra se devore nuestros pies.

Tengo una palabra que cuenta una catástrofe (p. 20). En este país de masacres y techos rotos eso son las palabras: catástrofes que llevamos en las manos como llagas. Digamos que sí, que John F. debería pensar en la salud mental y jalar sus palabras hacia otros horizontes. ¿Para qué lanzarnos barro a la cara? Pero, devolviendo la pregunta, qué hacer cuando:

Una niña sorda, con sus manos como tubas, se acerca y con su ombligo me pregunta: ¿Qué quieres de nosotras?, ¿por qué no mueres? (p. 31).

En esta tierra la poesía no puede ser más que la respuesta a esa pregunta de la niña: por qué no muero, por qué no mueres. Está oscuro en el poema, oscuro está afuera y oscuro estoy al leer este libro.

La poesía es una experiencia peligrosa. Ya lo decía Margaret Atwood:

Y esto es la poesía: un cable de alto voltaje. Es como si metieras un tenedor en un enchufe. Así es que no pienses que se trata solo de flores1.

El libro de John F. es un un enchufe de alto amperaje. Escrito en medio del aumento y el recrudecimiento imparable de la violencia. Como el Centro de Memoria lo dejó consignado, la guerra de las últimas décadas ha dejado tantos muertos que podríamos llenar con ellos el área urbana de Sincelejo, Sucre.

Lo repito: se podría llenar una ciudad de muertos. Y la señora que atiende en el peaje estaría muerta y los conductores de los carros muertos, muertos los niños jugando fútbol en la cancha de tierra, la abuela que mira morir la tarde desde su mecedora, muerta; muertos los perros, muerto el mototaxista, muertas las palomas sobre las bancas del parque, muertas las casas, muerto el plomero y muertas las tuberías.

La última etiqueta señala que no se debe planchar: por favor no planchar que aquí todos somos fantasmas (p. 23), harapos deslucidos que solo saben:

Planchar bien la tristeza y vestir a toda prisa

como si supiéramos qué putas es la vida

como si aquí tuviera valor la vida (p. 27).

Fragmentos de aire negro (segundo libro)

En Fragmentos de aire negro hay un desplazamiento. Si la violencia se auscultaba a través de la ropa en un marco de guerra y de lo rural en el libro primero, en este segundo lo que hay es un escenario urbano.

Me hallo en una calle que podría figurarme como bogotana o bumanguesa, donde la vida se iba entonces en evitar los ronquidos de la muerte (p. 36); una calle donde proliferan células carnívoras en cada palabra y en cada hueco (p. 37). Emerge la violencia de género, el machismo en el ámbito de la casa y lo que se ha dado en llamar violencia transpolítica, es decir, aquella que ejercemos entre cercanos, entre vecinos, entre familiares. Estos elemento aglutina Fragmentos de aire negro.

(Cabe aclarar que la violencia solo es una etiqueta más, que dicho sustantivo no agota los tres libros.)

En el segundo poema un dios insecto callejea rayando puertas, lo que escribe sobre ellas son una suerte de aforismos como:

Solo tenemos palabras que no bastan (p. 38).

O como:

Una plegaria es un perro sepultado bajo millones de huesos

Este dios insecto, que imagino como un zancudo gigante y bondadoso, deambula como un grafitero apocalíptico. Este es un libro donde la imaginación y las versiones alucinadas de la realidad entran de lleno. En otro poema una vecina trapea la nostalgia y pule los huesos de mis vértebras (p. 40). La belleza de estas vainas que escribe John F. me golpean de frente en la nariz.

Entro en el mundo de los sueños con perros, la fuga a la dimensión de las transformaciones, donde las cosas son otras cosas: niños que deambulan por pasillos solitarios, inviernos que no vienen (p. 42). El sueño, como Descartes advirtió, es muchas veces indistinguible de la realidad. Tú lees esto y yo lo escribo, alguno sueña o soñamos ambos, ¿qué asegura lo contrario?

En el realismo enrarecido de este libro me despojo de preconceptos. Que si la violencia por aquí y por allá —cuántas veces ha aparecido la palabrita por acá—. No obstante, me detengo y escucho, desconchando, el tintineo de la niebla que envejece (p. 44). Y más adelante me quedo azul con este verso que dice que nada fluye de un aguacero: Solo fragmentos de aire negro sobre la parábola que describe el corazón cuando se apaga. Aire negro como esquirlas y un corazón que ¿cae, se rompe, envejece? El paisaje abruma y toca mover de lado a lado la cabeza para sacudirlo.

Queda poco después del desastre, en cuya orilla comienza un gran llano de huizaches y polvo lunar. Luego Toda una muerte aún por recorrer (p 49).

Canto de perros (tercer libro)

Se podría afirmar que esta trilogía hace zoom como un dron. Empieza con la violencia en mayúscula que azota el país entero —especialmente en las zonas rurales—; el obturador está abierto al máximo y la visión es panorámica. Luego va hacia la violencia más local: la del barrio, cerrando el plano. Ya en el tercer libro la cámara se inserta en la violencia doméstica y en lo más íntimo del sujeto, como esas tomas en las películas de Gaspar Noé donde la cámara graba desde dentro de los órganos. El dron se acercó tanto que rompió la piel y entró al cuerpo para mostrar un tipo de destrucción tan lenta como letal: la que se ejerce contra uno mismo. En Canto de perros la violencia se conjuga en primera persona y tiene nuestro rostro.

El perro es una presencia accidental que se asoma aquí y allá durante la trilogía, porque un perro atraviesa mi vida (p. 65). No sé con precisión qué quiere decirme el animal. El perro se revuelca en el pasto antes del diluvio, se orina encima de la muerte y es atropellado. En el colmillo del perro atropellado la calle arde, dice un verso de Soñar con perros, similar a ese poema de García Lorca donde un carro arrolla a un gato y en su patita rota: Hay un mundo de ríos quebrados y distancias inasibles2.

Mundos quebrados y distancias inasibles. En dicho espacio me interno en Soñar con perros. La sombra del perro que aparece en la portada, o las ilustraciones de perros con la mandíbula abierta al iniciar cada sección, son guiños visuales. Distancias inasibles, mundos quebrados, repito, pienso, dónde escucho esos mundos, esas distancias. Claro, en el ladrido. Ahí está la señal. El ladrido imita al mar y se mantiene sonando a lo largo del libro como una inerte letanía o un canto salvaje o espuma de cianuro, ¿el lenguaje es una dentellada?

Otra vez García Lorca en dos versos poderosos dice:

Toda la noche en el huerto

mis ojos, como dos perros3.

El perro es una metáfora:

He puesto espejos en mi lengua y como un perro hambriento la muerte ha saltado a mi garganta (p. 55)

Pero a la vez no:

A los perros no les gusta ver llover. Sus canciones silenciosas no permiten la frecuencia de la lluvia. Sus ladridos invisibles son desiertos. Tornados de repente. (p. 57)

El anterior es un perro en toda su literalidad porque soy la mordida infecta de un perro que me busca y se frota con mi pierna y se marchita (p. 64). No soy como la mordida de un perro, soy la mordida. Porque realmente habita aquí eso: lo animal incluso en sus lugares comunes. Un perro es el mejor amigo del hombre, dicen. Un perro es un lobo domesticado, también dicen. Los perros tienen una vida emocional compleja, llegan a sentir un apego que quizá un gato nunca experimente. Esos lugares comunes hablan de una comunión absoluta con los perros, su cercanía de distancias inasibles. Todo eso permite que un perro irrumpa en los poemas para hablar de dolores y nuestras violencias de modo íntimo, digo, hasta el punto de que ladramos en la ventana como niños autistas, tal como dice otro verso parafraseado del libro.

En el Samber, en Bogotá, asesinan perros dándoles un mazazo en la cabeza. No sé para qué lo hacen, quizá los vendan por carne. Esto pasa y nadie lo denuncia. Suele ocurrir los domingos en la noche para no llamar la atención. Esos chillidos-ladridos de los perros cuando mueren podrían asemejarse a estos poemas: son ladridos rojos, sangrantes, que supuran y me señalan una dirección:

Los perros nos mostraron los agujeros del camino, una cavidad de palabras sin sentido que poco a poco dio forma a la violencia (p. 65).

Morder se convierte en una condición de posibilidad de la existencia. Hacia el final del libro, leo esta frase que parece ser una cita:

Te gustaba morder violentamente y me enseñaste que solo éramos si mordíamos (p. 66).

Mi conjetura final es que escribir, para la voz poética de Soñar con perros, es ladrar y morder. Si no ladramos ni mordemos nos traga el perro negro de la violencia y se instala la mudez.

Lean el libro. Espero no haberles mareado.

Cristian Camilo Garzón

Nació en Bogotá en 1997. Es estudiante de Licenciatura en Filosofía de la Universidad Pedagógica Nacional. Ha publicado ensayos y crónicas en las revistas: Puesto de combate, LALT, La raíz invertida, Los hermanos Chang; también ha publicado microrelatos en antologías de la editorial Quarks y en la revista Plesosaurios de Perú. Actualmente codirige la editorial independiente Totuma Libros.

Notas

  1. Cita tomada del libro de Margaret Atwood titulado La puerta (2007), específicamente el poema que lleva por título: Sor Juana en el jardín.
  2. Verso tomado de Poeta en Nueva York de Federico García Lorca.
  3. Poema Gacela del recuerdo de amor.
  4. El nombre de la reseña es una adaptación del título del libro Te diría que fuéramos al río bravo a llorar, pero debes saber que ya no hay río ni llanto, cuya lectura recomiendo fervientemente. Su autor es Jorge Humberto Chávez. Se trata de un poemario acerca de la violencia que se vive en el norte de México y especialmente en la frontera con Estados Unidos

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