Reseña sobre Todo lo que aprendimos de las películas
María José Navia ha escrito libros de cuentos que son pequeños universos intercomunicados. En Kintsugi o Una música futura los personajes de un cuento reaparecen, en otros, en diversos momentos de su vida o vistos por miradas distintas. En su último libro vuelve a llevar a cabo este mecanismo, pero aunado a otro de sus recursos, a saber, el de hilar los cuentos a través de una atmósfera, un elemento, un gesto, una emoción. En el caso de Todo lo que aprendimos de las películas es, como puede presumirse, el mundo del cine, aunque no hay referencias constantes, de hecho, el cine no ocupa un lugar preponderante.
El cine en ocasiones monta mundos artificiosos y prefabricados. Nos enamoramos similar a las malas comedias románticas de Hollywood, reaccionamos ante las crisis como lo haría algún personaje sobreactuado, creemos que la felicidad es la que vende Disney. Hay un desfase entre esa educación sentimental que proveen las películas y la vida. Como en los memes: hay una expectativa y una realidad; y, casi siempre, la realidad es chocante, impredecible, no se comporta igual al cine, no es dócil a sus castillos de cartón. Ese desfase lo utiliza María José para adentrarnos en historias que desdicen las narrativas ilusorias del cine comercial.
En el primer cuento, Mal de ojo, una mujer que padece ceguera progresiva, a partir de una diabetes, se encuentra en el consultorio del optómetra con un niño y su padre. Tanto el niño como la mujer asisten allí para tratar de salvar su vista con operaciones dolorosas que les realizan. A veces, el padre y el niño llevan a la mujer en su auto para acercarla a casa. Ella es profesora de literatura, pero no puede ni leer los trabajos de sus estudiantes debido a su vista deteriorada. Su familia la ignora. Lo primero que el lector interpreta es que esta mujer se enamora del padre del niño, pero no es así. Se trata de otra cosa, algo que trasciende el lugar común de las relaciones humanas. Ella encuentra una forma de refugio en ellos; con el padre siente una conexión, pero no es amor romántico, es otra forma.
En Lost in Translation, la película de Sofía Coppola, un hombre mayor y una mujer joven (ambos casados) se encuentran en el bar de un hotel en Tokio. Ese vínculo repentino de dos desconocidos, solos en una ciudad desconocida, es un ejemplo del tipo de películas que desarticulan la narrativa del lugar común. Esa forma oblicua e impredecible en que se dan relaciones significativas, aunque efímeras, marca una pauta de lectura de qué es este libro: un acercamiento a momentos fugaces donde brotan emociones fruto del desamparo.
En Dependencias una mujer y su pareja desean concebir un hijo, pero ella es infértil. Se van a vivir a una casa que tiene un columpio, una ironía de la materia. Su esposo está distante, ella pasa por una depresión y termina hablándole a la casa, como en un cuento de Daisy Johnson que está leyendo: imagina que las palabras que le dice a su casa suben como el humo y escapan por la ventana. ¿Qué hace un columpio en una casa donde no hay niños? En el poema Los columpios de Fabio Morábito queda claro que estos pertenecen a otra esfera: “no se investigan nuevas formas / de columpios, / no hay competencias de columpios, / no se dan clases de columpio, / nadie se roba los columpios, / la radio no transmite rechinidos / de columpios”, y esto ocurre porque no son objeto de consumo en la adultez; los columpios sirven para adentrar a los niños en el paréntesis y la melancolía, pero sin niños el columpio es el cadáver de una infancia ajena.
Sacar la lengua es un cuento oscuro. Recuerdo la presentación de María José en la FilBo, cuando mencionó su deseo de hacer sus siguientes libros más luminosos, menos desasosegados. Este cuento y el libro entero parecen contradecir sus deseos. Acá encontramos a una niña gorda y a sus dos hermanas de belleza estereotipada, una madre insoportable que tiene monstras de amigas —así les llama la narradora—. Un viaje, señoras burguesas hablando de joyas y la propuesta para que las dos hermanas delgadas participen en un comercial haciendo de sirenas. La sorpresa es para la narradora (la niña gorda) cuando acompaña a sus hermanas al casting del comercial y descubre que sí, las tienen disfrazadas de sirenas, pero dentro de una piscina llena de peces muertos y podridos. Lo que se suponía una oportunidad de mostrar su belleza se convierte en una escena gore y sórdida. De nuevo el machismo instrumentalizando a las mujeres jóvenes.
Un personaje transversal al libro es Constance, una escritora famosa, temperamental y huraña, quien aparece en distintos momentos de su vida. En Fan su hija Laura narra parte de la vida de Constance después de muerta, cuando un joven entusiasta de su obra llega a su casa investigando para realizar una biografía. Laura en su interior guarda un rencor profundo por su madre ausente, siempre en la luna de sus propios mundos, y pretende que este joven, biógrafo ingenuo, le ayude a dibujarle un corazón a su madre, es decir, ella, Laura, tergiversa la historia para vengarse de su madre muerta, de su indiferencia y crueldad.
Sin embargo, los cuentos van ofreciendo un fresco completo de Constance que lleva a entenderla con mayor complejidad. En un cuento como Escenas borradas nos enteramos de las dificultades de Constance para gestar y también de las dificultades durante el embarazo de su hija Laura, cuando le sobreviene una depresión postparto. Allí aparece su amiga Diana, que cuida a la niña mientras Constance reposa, ya que está sola pues Ricardo, su esposo, viaja a Chile para el funeral de su madre. Es inevitable no relacionar a Constance con Shirley Jackson, considerada por su propia familia como un bicho raro: esa misteriosa escritora de terror, una especie de hechicera moderna, amante de las casas embrujadas.
En Bond vuelve a aparecer el vínculo descuadrado, es decir, por fuera del cuadro de las relaciones preconcebidas. Rebeca se encuentra con su ex padrastro, Mario. De nuevo, el lector acostumbrado a predecir podría señalar que Mario y Rebeca tienen un amorío, pero no es así. Insisto, son vínculos que trascienden. Rebeca pasó por momentos difíciles cuando su hermano en el extranjero decidió suicidarse. Allí, en ese duelo, Mario la acompañó. Incluso cuando Mario se aleja, Rebeca guarda el contacto en su celular como una promesa. Ella, Rebeca, la hija-planta que era ignorada por su madre (quien cambiaba de amantes tanto como se desequilibraba), en Mario encontró un cómplice, alguien que la llevó por primera vez a comprar libros y a dejarla elegir. Cómo olvidar esos instantes, como cuando Mario le dio a probar su primer Martini y vieron James Bond. Mario le explicaba que bond también significaba lazo, vínculo, algo que Rebeca no quiere dejar romper.
Una atmósfera que apareció en el libro anterior de María José es la de los escenarios distópicos. En Una música futura, el primer cuento se adentra en un centro de rehabilitación para adictos a la tecnología, un lugar en el campo donde les quitan los celulares y desconectan a estos enfermos que, como los Hikikomori, viven en el mundo virtual y abandonan la realidad. En cuentos como Guardar el aire o Gretel, que rozan la ciencia ficción, surgen estos mundos. En el primero, unos niños están en una piscina y saben que no pueden salpicar, deben estar quietos en el agua para no desperdiciarla porque reunir la cantidad suficiente para llenar la piscina es algo complicado. No hay agua y el aire también escasea. Una niña termina flotando en la piscina en una de esas faltas de oxígeno. El peligro de asfixia por falta de aire siempre es latente.
En Gretel la distopía toma la forma de una casa inteligente. La casa se llama Gretel, como en el cuento infantil. La función de Gretel es servir el desayuno, avisar si falta comida, mantener una temperatura agradable, controlar el volumen de la música, monitorear que los pequeños no vean tanta televisión, que se acuesten a tiempo, que hagan sus tareas. Lo que empieza siendo una misión de cuidado para la casa, cuando se vuelve sobreprotección, termina convirtiéndola en una cárcel. Un día los padres parecen que no van a volver, no sabemos, los niños tampoco lo saben y empiezan a temer. Gretel no los dejará salir.
En el cuento que cierra, Calima, una mujer llega a las Islas Canarias a cuidar la casa de una amiga y a pasar vacaciones luego de que su pareja, Sergio, ha muerto. Sergio era bastante mayor para la narradora, pero eso no impidió su amor. Ella quiere aprovechar su estadía para aprender a bucear, pero llega la calima: tormenta de arena proveniente del Sahara que oscurece el cielo. Ella piensa en La última noche del mundo, el cuento de Ray Bradbury donde una pareja lava los platos, acuesta a sus hijos en sus respectivos cuartos y se acuestan ellos mismos a conversar sobre lo que fue su vida, esta noche en la que saben que el mundo acabará.
Todo lo que aprendimos de las películas fue escrito en parte como reacción a la pandemia. María José en varias entrevistas ha expresado su nostalgia por ir al cine, ese rito sagrado e íntimo de estar en una sala con otras personas, en silencio, compartiendo una experiencia intensa. Con la pandemia se cerraron los cines. Una ciudad sin cine es como una casa sin ventanas, decía un grafiti en La Candelaria (Bogotá), y la casa donde estaba pintado está tapiada. Quizá por eso hay un sentimiento apocalíptico en este libro, porque sin cine el mundo es una casa tapiada y árida que empieza a morir.
En el Wakefield de Nathaniel Hawthorne un personaje se va a vivir al otro lado de la calle y dura veinte años sin volver a su casa, observando desde la distancia a su familia. Así, ese outsider del universo condensa una emoción que podrían compartir los personajes de este libro, el de ser unos desarraigados que buscan algo de afecto, unas personas rotas que caminan por calles rotas y pagan el pan con dinero roto. O, como en el cuento de Ray Bradbury, son personajes que ven el fin del mundo con esa calma de dos amantes que se acuestan a hablar y se desean buenas noches antes de desaparecer.
Todo lo que aprendimos de las películas es una certeza del colapso. Cuentos escritos con frases cortas, cortantes. Es necesario leerlo para ponerse un poco de caos en los ojos, para compartir ceguera. Hoy, en los tiempos secos de libros complacientes y ligeros: lluvia ácida para la sed.
Cristian Camilo Garzón
Nació en Bogotá en 1997. Es estudiante de Licenciatura en Filosofía de la Universidad Pedagógica Nacional. Ha publicado ensayos y crónicas en las revistas: Puesto de combate, LALT, La raíz invertida, Los hermanos Chang; también ha publicado microrelatos en antologías de la editorial Quarks y en la revista Plesosaurios de Perú. Actualmente codirige la editorial independiente Totuma Libros.