Ensayo acerca del diario de Julio Ramón Ribeyro: La tentación del fracaso
El diario como un género literario
¿El diario íntimo se puede definir como un género literario? Ribeyro se preguntaba esto en su ensayo En torno a los diarios íntimos de 1955. Cuatro son las características de este género sin rostro. Primera, el diario es un registro periódico de la cotidianidad. Segunda, se funda en el principio de veracidad, es decir, el contenido del diario tiene un correlato y es constatable. Tercero, el diario es fruto de la libertad de la composición, pues no hay algo así como un “dominio de la materia”. Cuarta, es por naturaleza inconcluso en virtud del “sentimiento de inseguridad, de incertidumbre y de desamparo que palpita en todo auténtico diario íntimo”.
La contingencia rodea al diario. Este participa del curso de los acontecimientos y, por lo tanto, carece de cierre; posee, desde luego, la condición de abierta deriva que es la vida: el diario le respira en la nuca.
Otros elementos subsidiarios que Ribeyro señala respecto a lo que comprende al diario: encuentra que el protagonista es el autor, que el diario íntimo tiene un tono de confidencialidad y, también, que carece de destinatario; el destinatario es tan borroso que podrían ser todos o, quizá, es el autor mismo —a la vez que es el protagonista—. Esta última consideración cae en una visión solipsista y, si bien el diario íntimo es un ejercicio solitario, su efecto es crear a un interlocutor, así sea imaginario. Por lo tanto, no es un monólogo del autor consigo mismo.
¿Por qué las criaturas humanoides escriben diarios?
¿Qué nos impulsa a escribir un diario?, se pregunta Ribeyro en otro ensayo titulado La tentación de la memoria. Uno de los impulsos es “la búsqueda de la identidad y la necesidad de afirmar [la] personalidad”. La inseguridad, los periodos de vacilación y de transición, como la adolescencia, son el momento propicio para llevar un diario. Otra motivación de la escritura diarística es el peligro. Ante una inminente catástrofe, el diario es registro del último rastro de una existencia. De allí que proliferen tantos diarios de guerra. Adicionalmente, otra causa es la necesidad de registrar hechos extraordinarios, lo que explica que existan tantos diarios de exploradores o viajeros.
¿Qué llevó a la criatura apellidada Ribeyro a escribir un diario?
El escritor peruano Julio Ramón Ribeyro se desliga de estos lugares comunes que promueven la escritura de diarios. En su caso específico, el diario fue la consecuencia de sus experiencias de lectura. Desde los 13 o 14 años se convirtió en un lector asiduo de diarios, lo que lo llamó a escribirlos para simular a sus maestros. Lo impresiona especialmente el diario de Amiel, quien llevó el género a su máxima expresión; también el diario de Kafka, de Gide, de Jünger, de los hermanos Goncourt, de Julien Green, de Paul Klee, de Víctor Hugo, de Letaud, de Anaïs Nin, de Virginia Woolf y Katherine Mansfield, entre otros, fueron referentes para el peruano. Como se puede observar, su predilección por los diarios obedece a un gusto ecléctico, dado que dentro de los anteriores mencionados se encuentran diarios de guerra, de la vida literaria, existenciales, políticos y artísticos. Ribeyro acumuló cerca de quinientos volúmenes de diarios en su colección personal.
Con el paso del tiempo, el diario para Ribeyro se convirtió en un depósito de ideas y de reflexiones acerca de su creación, pero también, desde luego, el diario fue un modo de comunicación. El atajo del introspectivo para superar el abismo que brota al relacionarse con el otro. El diario como sucedáneo de la otredad, como confidente e interlocutor del mudo, del solo.
A la postre, para Ribeyro el diario se tornó en un vicio, una compañía, una necesidad ontológica de dar cuenta de sus horas, de su organismo deteriorado y de sus libros de cuentos en los que dejó todo de sí. El diario, al mismo tiempo, como autocrítica, como balance: permite ver qué se hizo en el día, dar la cara. ¿El día debe ser provechoso para que el registro lo sea? En el diario de Andrés Felipe Solano: Corea, apuntes desde la cuerda floja, hay un momento en el que él va a cine y se pregunta si es que fue a ver esa película para poder contar en el diario el acto de ir a verla, o si fue a verla por un interés auténtico.
En suma, diario y vida se contaminan mutuamente. La escritura del diario le plantea unos límites y unas posibilidades a la vida que ella misma no parece proveerse, pues es claro que cuando estoy siendo observado me comporto diferente. En física cuántica, incluso, existe algo llamado función de onda, en donde, de manera misteriosa, se evidencia que la materia cambia al ser observada. Basta enfocar una partícula en un microscopio para entrar en la incertidumbre.
De diarista a fracasista
Enrique Vila Matas en su prólogo a La tentación del fracaso sostiene una hipótesis provocadora. Dice que Ribeyro pasa de ser un diarista a transformarse en fracasista. Al fracasista lo define como “un escritor no en retirada ni mucho menos, pero sí a la busca de disolverse de alguna forma en su propio diario, de dejar atrás «los personajes» y perderse en el paisaje que él consideraba «incomprensible»”. Si el diario usualmente es una forma de afirmación del yo, el de Ribeyro fue lo contrario, fue una tentativa de disolución de sí mismo y de su obra literaria, una tentación del fracaso.
El poder del fragmento vs los dinosaurios totalizantes
El fragmento es otro aspecto transversal a la obra de Ribeyro que, por supuesto, está presente en su diario como fondo y como forma. Es decir, hay entradas explícitas que discurren acerca de las posibilidades de la escritura fragmentaria frente a la escritura totalizante. En el boom proliferaron las novelas totales: La guerra del fin del mundo, Terra Nostra, Cien años de soledad. En medio de esa tendencia de compendiar toda una época y una multiplicidad de experiencias en una obra, Ribeyro se muestra escéptico. Al fragmento no lo concibe como un resumen ni como una síntesis de la experiencia, sino como un universo con vida propia. Verbigracia, el cuento fue su género matriz, su nave nodriza. No necesita de grandes frescos sino de pequeños trazos suficientemente palpitantes para generar tensión y sugerencia. La parte invisible del iceberg, bajo el agua, le cae al lector como un mazazo de hielo. Un ejemplo ilustrativo de este punto surge con Henry James, que Ribeyro lee y en quien halla la piedra angular para perfilar su noción del fragmento.
En la entrada del 23 de marzo de 1974 escribe acerca de una novela de James:
“Ahora que leo Washington Square me doy cuenta de que […] Nosotros sabemos perfectamente lo que piensa y siente y quiere cada uno de sus personajes, salvo Morris Townsend, el pretendiente, del cual sólo nos da lo que los demás personajes saben de él. Gracias a este recurso crea un clima de misterio, de suspenso, de tensión, por momentos de angustia que le da a la novela —aparte de otras cualidades— su encanto y su interés. Qué lejos estamos entonces de un Balzac o un Flaubert, que sabían todo de sus creaciones y al no dejarle al lector ninguna posibilidad de completar los silencios los vuelve completamente pasivos.”
El fragmento es, en consecuencia, la posibilidad de generar lectores activos, quienes completan el texto. Vila Matas critica esa visión patriarcal y positivista de los autores del boom de querer dominar, abarcar y agotar todo lo visible y lo invisible; a la postre, afirma, lo que subiste es “su majestad el fragmento, su alteza el cuento”, mientras esos edificios totalizantes se llenan de polvo como dinosaurios en un museo, aunque sigan siendo majestuosos y descomunales.
La relación entre diario y cuento
En los cuentos de Ribeyro hay tres elementos nodales: la decepción, las batallas perdidas y los héroes trágicos. Son el corazón de la obra. Decepción porque se trata de personajes que están a punto de lograr algo por lo cual se empeñan e insisten, pero la realidad les escupe en la cara y les desarma sus ilusiones como dientes de león en el viento. Las batallas perdidas están representadas, como con la decepción, por personajes que quieren cambiar un estado de cosas y terminan perdiendo.
En el libro Tres historias sublevantes es nítida esa condición del perdedor. En el primer cuento, Al pie del acantilado, un campesino lucha por su cacho de tierra, pero termina siendo expulsado; en el siguiente, El chaco, un trabajador decide revelarse contra un gamonal y termina asesinado; en el último cuento, el empleado de un circo, Fénix, un fortachón que pelea contra un oso entrenado, se disfraza del oso una vez este enferma y, posteriormente, es obligado a pelear contra el dueño del circo, quien lo explota. Durante el espectáculo, Fénix decide asfixiar al dueño del circo, frente al público, a modo de venganza. Aunque esta parece una historia de alguien que consuma su deseo, en realidad es otra batalla perdida porque, una vez muerto el dueño, el circo se desintegra y Fénix debe volver a su pueblo. Fénix: un vencedor vencido.
El héroe trágico está abocado a la pérdida y a la decepción. Es inevitable, al leer el diario, no advertir que Ribeyro, de manera consciente e inconsciente, se convierte en un personaje más de su obra: alguien que pierde, que vive en la decepción y termina siendo un héroe trágico. Como si el cuento de la vida de Julio Ramón Ribeyro fuese escrito por un fabulador que, desde otra dimensión, le imprime a ese personaje un destino mohíno y terrible.
A propósito del pesimismo
Son numerosas las entradas donde Ribeyro se muestra pesimista. En ocasiones dice ser un escéptico optimista, es decir, alguien que en el fondo de sí cree que las circunstancias pueden cambiar. Pero, en términos generales, Ribeyro está renegando de su circunstancia todo el tiempo, deplorando su condición económica, su mala suerte, sus desastres amorosos y sus descalabros de salud. No es para menos cuando se tiene en cuenta que sufrió cáncer de esófago y varias operaciones delicadas. No obstante, Ribeyro fue un escritor elogiado y leído, pero estos momentos de brillo se omiten o aparecen poco. Le gusta ver, aun en medio de la buena fortuna, ese lado oscuro, lo que hizo falta o falló detrás de toda conquista.
“Mi sensibilidad se ha agudizado en París hasta límites enfermizos. No puedo soportar a una persona más de cinco minutos, un resplandor crudo me produce desvanecimientos, una mujer bonita me sacude como un puñetazo, una situación embarazosa me pone al borde del llanto. Parezco un molusco cubierto de pequeños cuernos retráctiles, que se repliegan al contacto del mundo exterior” (10 de septiembre de 1953).
Ribeyro contaba con 24 años cuando esto fue escrito. Había llegado a París por una beca, cuyo dinero pronto acabaría y lo arrojaría a un estado casi de indigencia. Entre otras, tuvo que aceptar labores de conserje en el hotel donde vivía, ganando una miseria y teniendo que vérselas con la recolección de la basura producida por los huéspedes. Esto se conecta de manera directa con la escritura, que en ese momento llevaba a cabo, del cuento titulado Los gallinazos sin plumas, que retrata la vida miserable de dos hermanos en la Lima de mitad de siglo. Los hermanos son obligados por su abuelo a rebuscar en la basura por comida para un cerdo que tienen, aun a costa de la enfermedad que les imposibilita recolectarla. Huelga decir que Ribeyro no comía bien y tenía recaídas de salud constantes, aun así debía trabajar.
Para finales de 1956 el joven Ribeyro se presenta más depresivo que nunca. Hasta ese momento las entradas de melancolía y pesimismo son frecuentes. No obstante, las entradas de este año dan cuenta de una visión negativa, ya no solo de sí mismo, sino de su familia. Su hermano y su madre se encuentran en una situación a todas luces precaria. No tienen para comer y han caído enfermos. El padre ha muerto por tuberculosis años atrás.
Ribeyro siente que todo se desmorona. Su pretensión de formarse como cuentista solo le ha dejado dificultades materiales. Cree no poseer talento como creador, pese a que su primer volumen de cuentos (del mismo nombre): Los gallinazos sin plumas, ha sido bien acogido por la crítica. Reniega de no estar en Lima ayudando a su familia. Desprecia su vida, pese a que encuentra un profundo gusto en poder fumar y tomar vino sobre terrazas parisinas, así como en leer los cinco tomos del diario de Sthendal y libros de cuentos de sus compañeros de generación del Perú. Acaba de terminar su novela Crónica de San Gabriel, pero sabe que su sensibilidad concentra los hechos en una unidad de sentido y esa unidad es el cuento, no la novela.
Lee, también, cantidades de libros sobre técnica literaria y crítica. Incluso se plantea la disyuntiva de si es mejor inclinarse por una escritura ensayística. Lee ensayos y teoría literaria de Curtuis, Kayser, Thibaudet, Du Bos, Garmmont, Barthes, Van Tieghem, Vossler, Croce. En ellos le interesa: géneros, generaciones, poética, lenguaje, estructura de la novela, etc.
Esta mezcla de investigaciones formativas y asuntos vitales dejan entrever algo: Ribeyro no sucumbió al derrotismo. Mientras su vida se hacía pedazos, el tipo intensificaba sus lecturas y escribía incansablemente. Es un quejetas, pero no se queda en esa posición del derrotado. El sufrimiento, como Rilke diría, aunque no pueda evitarse, el poeta debe hacer que sea bello. Ribeyro sufría, pero una vocecita hija de puta en su mente susurraba: “ajá, esto se convertirá en un cuento, en una entrada de diario, en un aforismo”; en último término: en estética, en forma. Transmutar el dolor en obras no salva del dolor, pero le gana terreno, quizá redime de la pérdida en una pequeña proporción.
El lugar de la poesía
Ribeyro era un gran lector de poesía y sabía criticar con agudeza los libros de sus contemporáneos en esta materia. Sorprende que cuando habla de su propia producción parece hacerlo en términos poéticos. Casi nunca aborda su narrativa desde perspectivas del drama, o desde cuestiones como la trama o la estructura narrativa. Su temperamento es más el de un poeta que escribe narraciones.
La poesía para Ribeyro fue un tema de reflexión constante. Prologó libros de poetas amigos suyos como Leopoldo Chiriarse. La distinción entre poesía y prosa le interesaba. En una entrada del diario se pregunta por qué Valéry no escribió una novela. Llega a la conclusión de que es la intensidad lo que condensa la poesía, es decir, la poesía tensiona el lenguaje a un punto en el que logra la mayor intensidad en el menor espacio posible. Un poema, según Ribeyro, no da cabida a lo banal ni a lo atmosférico. Hay frases de enlace, acciones necesarias para que un relato avance. Decir cosas como: “caminó de un lado a otro de la calle, llovía, así que abrió el paraguas como el ala de un murciélago”. Esta frase enuncia un hecho anecdótico y puede funcionar como enlace para una escena posterior. La poesía quema todos los puentes. En la poesía no hay enlaces sino fuego (intensidad), no hay puentes sino incendios, parece insinuar Ribeyro. De donde se desprende la respuesta a por qué Valéry eludió la prosa: él no estaba dispuesto a bajarle decibeles a la intensidad.
El cuento, aunque no se asume como intensidad absoluta, se compone de componentes inflamables provenientes de la poesía. El cuento participa del desarrollo, las atmosferas y las frases de enlace de la novela, es decir, participa de la banalidad, pero la pone en un sartén y le prende fuego.
Los géneros como corsés para el molusco
Ribeyro a lo largo del diario expresa su cansancio del cuento, pese a que nunca lo abandona. Le parece que escribir cuentos es, en ocasiones, una tarea mecánica. Los cuentos de talleres literarios parecen salchichas prefabricadas y producidas en masa. Esa intuición desanima al peruano, que se vuelca a explorar en el diario y en Prosas apátridas otras formas de expresión, descodificadas y flexibles.
Desde sus ensayos ya estaba planteando la búsqueda de otros cauces para la escritura. De allí su interés en definir qué podría ser el diario y cómo entenderlo. Necesitado de una forma nueva, siente que tiene que delimitarla discursivamente, de donde surge su teorización del fragmento, por ejemplo. Su vitalidad trasciende los límites rígidos de los géneros habituales. El diario es un monstruo de siete cabezas cuya libertad ilimitada le atrae.
Ese molusco sensible que fue Ribeyro, en mi opinión, no era un esteta en sentido estricto. Es decir, su función artística no consistió en crear bellas y decorativas obras, sino en interpelar. Es el molusco que deja testimonio del tacto. La piel del molusco se rasga solo con tocarla, ya se sabe, es hipersensible. El ácido que produce la membrana del molusco cuando se contrae al tacto no tiene una forma definida. Un electrochoque, una descarga, eso es el amor, la realidad y la literatura para el molusco sensible. El relámpago no se puede predecir. Por eso escribir un diario, con su naturaleza inconclusa, cotidiana y su libertad creativa fue un escape para Ribeyro cuando ni el cuento ni la novela le alcanzaban para decir. La literatura es la declaración de que la vida no basta, dijo Pessoa. El diario es la declaración de que la literatura tampoco basta, dijo el molusco.
Cristian Camilo Garzón
Nació en Bogotá en 1997. Es estudiante de Licenciatura en Filosofía de la Universidad Pedagógica Nacional. Ha publicado ensayos y crónicas en las revistas: Puesto de combate, LALT, La raíz invertida, Los hermanos Chang; también ha publicado microrelatos en antologías de la editorial Quarks y en la revista Plesosaurios de Perú. Actualmente codirige la editorial independiente Totuma Libros.