La Cerbatana

Crítica sobre la novela de Alma Delia Murillo

Por Samuel Whelpley

Como construcción artística, México es un país de dimensiones míticas. Desde 1850 aproximadamente, su historia -y manifestaciones artísticas- han estado imbricadas por los sucesos políticos: El Imperio, el Porfiriato, la revolución mexicana, la hegemonía del PRI, el fin del milenio, lo narco. Como señala Carlos Granes hablando de la revolución, la pintura (y añado la música, el cine y la fotografía) la glorificó, la literatura la crítico, y señaló su miseria: Al héroe revolucionario, el macho valiente, lo acompaño la violencia, la sangre, la mujer y el hijo(a) abandonado. De esto último, Juan Rulfo lo dijo bellamente en Pedro Páramo, pero también el cine, el comic y la televisión en su momento.

Por eso, un libro como La cabeza de mi padre, de Alma Delia Murillo de la Cruz (ADMC), es heredero de eso. De ese México roto, de esa historia que no tiene nada de heroica, pero mucho de trágica. En su blog  Posmodernos y jodidos  nos había dado algunas pistas de su vida: hija menor de un matrimonio roto, morena en un país donde el color de piel demuestra tu origen socio-racial y es una forma establecida de discriminación, relata las dificultades que vivió constantemente desde que abandonó la vida de oficina, sus esfuerzos de escritura, sus tropiezos, y su lucha y deseo de ser mujer, joven e independiente, en un entorno social violento, machista y misógino. Todo lo descrito, contado con desenfado, como conversación de sobremesa, en un tono menor que atrapa.

ADMC es autora del volumen de Cuentos de maldad y uno que otro maldito (2020), las novelas El niño que fuimos (2018), Las noches habitadas (2015) y Damas de caza (2010), y la novela La cabeza de mi padre (Alfaguara-2022) de la que vamos a hablar.

El estilo de ADMC, es la auto ficción; género muy usado que encierra ventajas y desventajas: puede ser muy vívido, pero a la vez profundamente empalagoso. Si tienes 40 años, y una condición social similar, es probable que te atrape la historia. Si no, el autor puede caer en eso que llaman “culpa de clase media” para llamar la atención: “Si perdón por ser yo, pero mira que tengo culpas por ser yo, y soy buena, solidaria, y tengo las ideas correctas”, como les ocurre a ciertos escritores de hoy que abusan de la pose. 

En la contraportada dicen que el texto es un road trip, de una hija que busca a su padre, que abandonó a sus hijos 30 años antes. Aunque hay algo de eso, y puede decirse que es el hilo conductor, creo que el relato se centra en otra cosa: en la vida de dos mujeres: la madre y ADMC. Pero no la madre devota y abnegada tan cliché, sino la mujer insegura, cargada de renuncias, amargada, que se enamora, y que en el fondo no se resigna a perder poder ser mujer. La mirada de ADMC es comprensiva de la situación: 

«Es compleja y cambiante la relación con la madre. Inconmensurable y al mismo tiempo absolutamente ordinaria. Algo esencial cambió cuando fui capaz de comprender que esa mujer no era sólo mi madre, sino que primero era mujer. Una suave y áspera, enamoradiza y deseante, furiosa y arrepentida, bellísima, sexual, cansada, recelosa. Esa mujer era todo eso. Y yo fui una niña posesiva que quería que su madre fuera sólo madre. Niña tirana.

El libro nos ubica en las famosas vecindades de la Ciudad de México tan famosas por las cintas de la época dorada del cine mexicano, dónde conocimos a personajes como Pepe el toro, Chachita, Celia la Chorreada, El Patotas, Chin Chin el Teporocho, Doña Herlinda y su hijo, Memín y su gran heredero televisivo: El Chavo del Ocho. Confieso que la reflexión de ADMC sobre el personaje del Chavo me tocó: Es un niño sin padre, sin casa, que vive en un barril, y que probablemente en muchas ocasiones se acostó sin comer. Era la pobreza en grado sumo, y nosotros solo reíamos. La autora nos dice: Esa era mi mundo, pero no tan amable, ni tan solidario; de alguna forma salí de él, nos dice. Un mundo donde además nos recuerda la violencia y el abuso al que es sometida constantemente la mujer: Desgarrador el relato de los abusos que soportaron los protagonistas, que continua hasta hoy.

Si, un mundo ni tan amable, ni tan gentil, nos recuerda la autora: a la dificultad de ser pobre y morena, se añade el clasismo de la sociedad mexicana: No tienes un título universitario, vienes de escuela pública, no te creas igual a nosotros, le dicen en la vida corporativa, cada tanto. Eres mujer, calladita te ves mejor.  Aguanta las burlas, los comentarios machistas, has bien tu trabajo, pero no te atrevas a soñar con el trabajo de tu jefe. Puedes triunfar si haces “favores” de toda índole. A cambio de tu hipocresía, independencia y silencio, un salario, prestaciones, y años de pagar deudas y tener un carro, viajes y reconocimientos, mientras nos seas útil:

Esa gerencia me bautizó en la doctrina de la clase media con empleo y prestaciones de ley, en la quincena como único credo y la devoción al éxito como confirmación de una religión compartida que exalta el espíritu cuando compras un auto a crédito…”  

“Ahí aprendí que la grisura gana bonos de productividad y que la hipocresía gana reconocimientos de empleado ejemplar”

“También que los hombres no perdonan a las mujeres que demuestran tener un mejor perfil profesional que ellos”

Al final se dio cuenta que no era lo suyo, y se lanzó a la escritura, después de creer por un tiempo que quería ser actriz. Pero lo mismo, no tienes estudios, no tienes contactos, ni un apellido ilustre, ya que al final eres “una oficinista con pretensiones de escritora”.  (…). 

“Ah, el mundo, y su infinito arsenal de mierda machista” Nos lo recuerda en ese momento. Pero como dice, persistió:  leyó, estudio con Óscar de la Borbolla, escribió varios libros, se dio a conocer, y un día se enfrentó a sus propias carencias: Era una Cordelia que no sabía nada de Lear, un Hamlet que no recordaba nada de su padre.

En mi imaginario como en el mundo entero, un padre era un estandarte de seguridad en la puerta, un edicto del rey, un ojo vigilante, un rayo solar, un brazo protector, un sello de legitimidad, un símbolo heroico y todo poderoso.

Lo absurdo de esa construcción imaginaria no es solo que exige de los hombres esa conducta imposible, sino que también deja fuera a todos los padres que no son eso, que son millones; y a todas las hijas e hijos que no tenemos padres así, que somos miles de millones”

Un padre que se había ido, 30 años antes. Un padre alcohólico y cobarde que desapareció de la vida de sus 9 hijos, dejando además del abandono, una herida psíquica que la sociedad cada tanto te la recuerda: ¿cómo se llama tu padre? ¿Vive aún? ¿Dónde vive? ¿Tan mal hombre era, para irse como un cobarde, como dice tu madre en sus momentos de rabia? (Quizás lo es, pero algo bueno debía tener, si te enamoraste de él y tuviste 9 hijos, mamá, dice ADMC). Al final, la vieja frase de autoayuda, si no sabes de dónde vienes, no sabrás adónde ir. Puedes ser autosuficiente, no necesitar a nadie, pero reconócelo: Algo falta, hay algo ahí, faltan respuestas.

Quizás la literatura le hizo descubrir esa carencia: Todos los mexicanos y latinoamericanos somos hijos de Pedro Páramo, pero también de Juan Gabriel y en menor medida de José José. Al final, hay que hacer un ajuste de cuentas, como nos recuerda Renato Cisneros, en el sentido que algo tenemos de ellos, estén o no estén, así no sepamos nada de ellos: pienso en mi padre, que estuvo presente en mi vida, y debo reconocer que poco lo conocí; ahora que no está, sé que tengo más de él que lo que quiero reconocer. 

Un día despertó, después de soñar que su padre iba a morir, y entendió que necesitaba respuestas. Salió pues, en su búsqueda: A los famosos pueblitos sin nombre de Michoacán cuya descripción recuerda las fotografías de Gabriel Figueroa, y las cintas del Indio Fernández, un Michoacán ahogados por los narcos y una violencia que se percibe en el aire y los silencios. Ahí está el padre, Don Porfirio (y el nombre es un guiño a la historia de México) y ahí no están todas las respuestas, pero se intuyen:

“Hacerse adulto implica cometer una larga lista de asesinatos psicológicos”

“No queremos que nuestros padres desaparezcan, no queremos que nuestro origen se borre.”

“Que me acuerde ti”

No es un libro homenaje, ni tampoco un ajuste de cuentas con el pasado, es un cierre. Desgarrador, hipnótico, sincero, descarnado, potente y en ocasiones hilarante es un libro que no deja indiferente a nadie.

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