Sobre Heredad de Yenny León
Por Cristian Garzón
Donde otras sembraron semillas
hoy me han nacido flores
Rebeca Lane
La memoria del oído es poderosa. Cuando muere un ser amado, lo primero que se pierde es su voz. Basta cerrar los ojos y evocar ese color único de la voz, la entonación, ese rostro, esos labios que dicen palabras brumosas. Un sentido paradójico (el oído), bombardeado por música y ciudades estridentes, por un lado, con una enorme capacidad para recordar, pero por otro tan evanescente.
Leer —esa hegemonía de lo ocular— en la obra de poetas tan ilimitadas en su creación como Yenny León, desborda lo visual. Heredad comunica la experiencia íntima del acercamiento a las voces de escritoras. No se trata de una mera glosa, reseña o comentario; no es una lectura racional o analítica. Se trata de abrir las costuras del lenguaje con la intensidad que impulsa la escritura de diez mujeres. Se trata de un ejercicio atento de escucha para extraer texturas sonoras, que exhalan atmósferas intransferibles como huellas dactilares. Me parece que León es una maestra en hallar a qué suena un mundo no imaginado.
En Heredad las obras de Valentine Penrose o Blanca Varela ya no se inscriben como accidentales deslumbramientos, sino como una tradición. La autora se adentra con lucidez en la interioridad de sus ancestras, cuyas semillas al germinar sus tallos y hojas, se convierten en un lugar desde el cual hablar. ¿Cómo hace una mujer de Medellín, del siglo XXI, para ir hasta esas zonas vedadas? Porque una cosa es hacer una novela histórica y su posibilidad de acudir a fuentes. Mas, ¿de qué fuente puede asirse Yenny León, además de esas hebras de sonido, heridas de imágenes —en prosa, en verso— que le hablaron a su corazón?
León usa la primera, segunda y tercera persona. La segunda persona podría evocar el género epistolar, en el que se da un diálogo, una concatenación de efectos sobre la proyección poética de la autora, producidos por las obras de sus maestras; aquí Olga Orozco impone sus mundos alucinantes a la subjetividad:
Sé que no podrás nacer de nuevo, más en tu laberinto de palabras sembraste un extraño sosiego que corta el aire.
Tu nombre aspira mi cara. Con tu relámpago dejo de estar bajo las estrellas, la hierba se ilumina de lluvia y mi cuerpo pasa a estar sostenido por un péndulo solar.
La tercera persona (otra dimensión del desdoblamiento) funciona, es posible afirmar, como la puesta en escena de los efectos producidos, ya no en el ámbito subjetivo, sino en la realidad más objetiva, como sucede en “La casa en la lluvia”, sobre Elizabeth Bishop:
Bishop ondea entre el tallo que permanece en el corazón hecho pedazos y la sustancia más oscura de la lámpara encendida.
Ella detiene las palabras para asirse a ellas como un rayo y desnudar la lengua constelada del bosque.
La primera persona es menos precisa. Aparece en pocos casos. El momento que más me impactó de la primera del singular, es el poema “Furor” dedicado a Sharon Olds. Este comunica la sensación de vivir frente a un bosque, de sentirse mínima ante el paisaje y amenazada por presencias extrañas:
Anoche leí «Terrores nocturnos». Mi casa rugió de impresión. La perra avisó la cercanía de un desconocido. Los pasos en el techo, en las paredes y en el piso se unieron en un coro lechoso.
Los poemas agrietan la membrana de la identidad. En el tránsito del texto al lector se ganan capas en el sentido, o mejor, en el sentir del poema. En Heredad el diálogo poético es canto coral y solitario a la vez; subraya la creación en su condición al mismo tiempo originaria y contaminada. La pregunta (ya no hermenéutica) de cómo leer, se profundiza, se hace existencial, política, visceral, literaria. No hay lectura sin fricción que deje rastros de piel sobre el texto.
El canon, que desde Bloom está marcado por el machismo, aquí se desarticula, quizá para mostrar que este solo es posible si es personal; además, nunca es algo cristalizado, es materia líquida, dinámica, viva. Para Beatriz Sarlo el canon es interesante si es una discusión, lo contrario sería una disputa estéril, una tabla de posiciones como las del fútbol.
Bueno, pues Yenny León la tiene clara, y se posiciona política y estéticamente. Publica este libro con un prólogo de Carolina Dávila y collages de Marcela Vargas. Lo femenino no funciona acá como un ghetto o una minoría en busca de espacio, se propone como una apuesta artística que no necesita defensas ni exotismos para existir con fuerza propia. Después de leído el libro, las diez poetas que dialogan allí se convierten en una constelación entrañable, gravitante, explícita. Un nuevo canon que podemos seguir cultivando como un jardín bastardo, para recordar un adjetivo de Dávila en su prólogo.
En Dora Bruder de Patrick Modiano se describe la opacidad de una vieja película estrenada durante la Ocupación. Las imágenes parecían cubiertas por un velo, como si llevaran adheridas las miradas de quienes luego irían a campos de concentración. ¿Cómo superponer miradas? ¿Cómo precisar la propia subjetividad a través del caleidoscopio de la otredad? Son preguntas atribuibles a Heredad, en donde Las miradas se cuecen, frágiles, a puerta cerrada.
Las palabras que componen Heredad son una geometría verbal asimétrica y desenfocada, tal vez debido a su búsqueda de nombrar geografías tenebrosas:
A través tuyo, marchito mi lengua en la esquina de un continente macabro.
No me acostumbro a la medianoche y su rumor de cipreses encendidos, ese que cae de lleno sobre el agua debido a su frío paso por el mundo.
Montalbetti afirma que el poema es ciego, dice que leer una novela es subirse a un avión, divisar el mundo claro y distinto, en un día iluminado; leer un poema es sumergirse de noche con un submarino y todo lo que vemos son las entrañas del submarino mismo. La experiencia poética consistiría, en algunas zonas de Heredad como en Montalbetti, en un intercambio de cegueras y oscuridades, que develan las entrañas del submarino:
¡Ven, Sachs, desgarra el sol! Pinta los secretos que conserva la vida y despréndete de tu naufragio. Bendice el bosque y abraza las raíces de la luna para eclipsar todos los fuegos.
En ese viaje a la raíz de lo oculto se desmantelan las apariencias del mundo, y se rehúyen:
Cuidado con el sueño en juventud y los cantos ajenos a la lluvia. Cuidado con los ruegos y los ancestros forjados de inocencia. Déjalos perecer ante el velo de la noche que se hiela en la puerta.
Digo que Yenny León “invoca” porque esa es una de las formas de diálogo que se establecen en el libro. Invocar viene del latín invocare, que consiste en apelar a fuerzas superiores por ayuda. Porque hay algo de la escritura propia que languidece e implora otras sensibilidades:
Ella juega en mí y atrae sobre el día un caparazón que apaga las gotas de sangre en los talismanes… No puedes seguir siendo tú sola y yo no puedo prescindir del gesto que abre la puerta.
Me gusta pensar Heredad como una gruta donde las poetas allí convocadas escarban con plumas, esferos, dientes y uñas para extraer el pequeño grito de la entraña, como si se tratara de una piedra preciosa y misteriosa que pudiera revelar el tejido de la vida. Yenny León entreverada con Marosa di Gorgio, o Nelly Sachs, o Sharon Olds, o María Mercedez Carranza, cubierta de tierra y palabras, busca en sí misma esa grieta que la fragmenta y la une con sus “hermanas mayores”.
La exploración de Heredad alcanza distintas orillas, tanto de la poesía como de las vidas de quienes la escribieron. En el caso de Anna Ajmátova la palabra es refugio para el horror, y no muerte, no esposo fusilado, no hijo encarcelado:
Tu canción vuela hacia una tierra virgen de milagros. Allí no existe la despedida soportable que se queda contigo hasta la muerte.
Te escondes en alguna palabra bajo los abedules. Te encuentran siempre.
En tu voz no hay murmullo indescifrable
En otros casos la voz es un rayo que erosiona la realidad, la perturba, como la de Virginia Woolf:
Tu voz revienta el suelo en honor de las lenguas que, por bellas, se oxidan.
No hay poetas sin tradición, pero cuando la tradición viene viciada, cuando la tradición no nos representa, hay que construirla. Hay una página esperándonos, una voz que partirá el océano helado en nuestro interior: el cúmulo ardiente de versos que nos acompañarán como lo hacen nuestros huesos, nuestro nombre o nuestro país. Heredad es la bitácora de viaje de una vida consagrada a la poesía, que deja sus hallazgos, la memoria de su singladura. Una voz, un bosque de voces que, al nombrar las oscuridades más profundas, nos ilumina.
Cristian Garzón
Nació en Bogotá en 1997. Es estudiante de Licenciatura en Filosofía de la Universidad Pedagógica Nacional. Ha publicado ensayos y crónicas en las revistas: Puesto de combate, LALT, La raíz invertida, Los hermanos Chang; también ha publicado microrelatos en antologías de la editorial Quarks y en la revista Plesosaurios de Perú. Actualmente codirige la editorial independiente Totuma libros.